»La belleza del mundo«

Lorena Estrella Dorada no era bajita ni alta, ni gorda ni flaca. A sus 393 años, tampoco era joven ni vieja. Lore era Lore, y así estaba bien. Se parecía a otras personas y, no obstante, era ella misma: su cabello ondeaba entre el verde divino de los árboles. De un brillo verde marino eran sus ojos. De la cabeza a los pies centelleaban en su cuerpo unas pequeñas estrellitas doradas cuyo cintilar se acentuaba bajo los rayos del sol, cuando estaba feliz.

El corazón la familia Estrella Dorada era tan grande que jamás habría hallado sitio en su pecho, motivo por el cual, mucho antes de Lorena, ese órgano se había apoltronado cómodamente en sus barrigas. También en el caso de Lorena, el corazón palpitaba allí, y no con pulsaciones de color rojo, sino áureas, como las estrellitas. Sus orejas puntiagudas podían girar, no había rincón ni pared capaz de resistirse a la mirada de sus ojos. Las palmas de sus manos ocultaban, bajo el pelaje fino, 77 capullos sensoriales, y en las yemas de sus siete dedos el brillo iridiscente de sus uñas era semejante al de la blanda barriga de una trucha arcoíris.

Lorena habitaba en el contorsionado tronco de un viejo avellano de tirabuzón que desde hacía dos siglos estiraba al cielo sus ramas y cuyas cimbreantes hojas se estremecían con el suave viento matutino, compitiendo con él alegremente a ver cuál de ellos emitía el más sonoro susurro, hasta que un buen día, en otoño, se oía el castañeteo de las avellanas al caer al suelo. Luego tocaba el turno a las hojas del avellano, que pasaban volando una tras otra ante las ventanas de los ojos de Lorena.

Como el árbol había vivido tanto tiempo, su tronco era robusto, y allí donde cuatro ramas se abrazaban y sostenía mutuamente tenía Lorena la espaciosa cueva que habitaba.

Cada mañana, cuando el sol sacaba a Lore de su sueño, ella se estiraba y contemplaba las paredes a su alrededor: se sentía feliz, porque allí habitaba con ella toda su riqueza, una palabra junto a la otra, todo lo que había conseguido reunir: la gran riqueza del mundo.

Las «flores de escarcha» instaladas en el sitio hacia donde apuntaba el dedo gordo de su pie izquierdo; un «tierno primaveral» coronando la parte trasera del derecho; el «oro de octubre» y el «candeleo del sol» jubilosos en el medio.

Sí, a eso se dedicaba Lore: se deslizaba con el viento por el mundo, a través de calles, edificios y callejones, siempre a la caza de palabras y frases.

Algunas las coleccionaba porque se sentía cautivada por sus sonidos: «de veras», era una de esas frases, o «alegría de azucena», «tierno como una anémona del Japón». Les gustaban otras, como «estrella de mis ojos» o «música para mis oídos», lo mismo robaba de boca de una anciana la expresión cuando hablaba de «ventura» que a un joven su exclamación de «¡Genial!». También le gustaban algunas por su contenido sonoro de verdad, como «lodo», «chisme».

Cada tarde, cuando había logrado reunir un número suficiente de frases o palabras, se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas para escribir con tinta, en tiras de papel, todo cuanto había escuchado decir a las personas. A continuación, buscaba un sitio especial para cada palabra, un sitio en el que éstas pudieran sentirse a gusto, donde las otras que la circundaban pudieran saludarla alegremente, y la pegaba a su nuevo espacio vital.

Por las noches, cuando Lore estaba acostada en su cama de plumas, a la espera de su musgoso sueño, sus ojos se deslizaban de una palabra a la otra. Entonces ellas iban uniéndose unas a otras para formar frases, para contar sus historias. Y el cielo coronado de estrellas se ponía a la escucha, al igual que esa eterna peregrina: la Luna.

En días buenos solía cosechar hasta casi cincuenta palabras y trece frases, pero el último día bueno se había quedado sepultado bajo la nieve del invierno. Llevaba semanas –o mejor dicho, meses— sin encontrar apenas una palabra. Primero se fueron haciendo menos sonoras, más tarde se volvieron más pobres, casi deslavazadas, con desgarrones en los bordes. O salían arrastrándose, dando boqueadas, de los labios de la gente y morían en un último suspiro: «En fin...».

Ahora, cuando Lorena salía de paseo por ciudades y pueblos, apenas había gente en la calle. Y si alguien la transitaba lo hacía con prisa, sin decir palabra. Las ventanas de casas y edificios permanecían cerradas, las cortinas excluían al mundo. Cuando la gente no dormía con los ojos cerrados, dormía con ojos abiertos: embrujados por un rectángulo de haces de luz y sonidos en las manos que proyectaba dentro de ellas su vida centelleante y hacía expandirse en las cabezas una palabra de dos sílabas: Na-da.

Incluso en las plazas y comercios predominaba el gruñido de los perros. Tanto más raro era el hecho de que la gente, que acostumbraba a cubrirse de todo —del sol y del viento, de la lluvia y la nieve—, de repente no sólo se tapaba con telas los brazos y las piernas, la barriga y los traseros, sino también las caras. A pesar de que no se sentía el bramido de una ventisca en las esquinas de las casas, ni siquiera soplaba un fuerte viento de otoño.

Las bocas tapadas de la gente solo sabían murmurar, refunfuñar o gruñir. Entre las pocas palabras apenas se oía alguna de buen talante, por no hablar ya de frases tintineantes. Todas aquellas bocas tenían ahora el color gris del polvo. Y los rectángulos con sus haces de sonidos escupían monosílabos al mundo, como si todo fuera una voz de mando: «¿Vienes?» «Ya estoy». «Ah». «Okay».

En las calles pasaban, presurosos, los transeúntes, con las frentes fruncidas, arrastrando consigo a los niños, a los perros, con tinieblas en la mirada, como si de repente, en medio de la primavera les hubiera metido a todos en sus humanos huesos el viento más frío de invierno, como si se hubiese llevado consigo las risas de sus voces.

También en aquellos lugares a los que la gente acudía normalmente cuando predominaba el frío de los vientos invernales, los cafés y las tabernas, las cocinas y los salones con chimenea, predominaba solo ese fondo de gruñidos. No ardía allí ningún fuego vivaz y acogedor, tampoco la gente se sentaba junta a charlar y a reír. Al contrario. Callaban con mohín de amargura, con las miradas perdidas en alguna parte, sin mirarse unas a otras […].

(Traducción: José Aníbal Campos)

 

Biografía

Marlen Schachinger nació en 1970 en Braunau am Inn (Austria), es escritora y profesora de literatura. Estudió Literatura Comparada en la Universidad de Viena y en 2012 obtuvo el doctorado con Premio Extraordinario. Ha publicado en medios tanto nacionales como internacionales. También ha sido editora de varias antologías, como el libro de relatos »Übergrenzen« (Septime, 2015). Ha ganado numerosos premios y reconocimientos, como la beca vienesa para autores (2011), el premio »Floriana« –premio austriaco de fomento de la literatura– (2014) o la beca para mujeres escritoras »Mörderische Schwestern« (2015), el premio de la literatura Niederösterreich (2016). Es además directora artística del instituto del Arte Narrativo (Institut für Narrative Kunst), fundado en 2004, en el que imparte talleres de escritura y recepción literaria. Asimismo, es miembre del Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Viena.

Lectura 1

»Intento de una anamnesis« 

Mi traductor: José Anibal Campos

José Aníbal Campos (La Habana, 1965). Licenciado en Filología Germánica por la Universidad de La Habana. Ha traducido, entre muchos otros autores de habla alemana e inglesa, a Uwe Timm, Hans Magnus Enzensberger, Peter Berling, Franz Schätzing, Pascal Mercier, Hans Sedlmayr, Philip Ball, Ingeborg Bachmann, etc. En 1999, fue Premio de Traducción de la República de Austria por la traducción y divulgación de la literatura austriaca contemporánea.

En 2010 ha recibido la beca de trabajo que otorga la Casa del Traductor de Looren, Suiza, a profesionales dedicados a la divulgación de la literatura del país helvético desde cualquiera de sus cuatro lenguas oficiales, en este caso, el alemán.
Esta beca de traducción, que sólo se otorga anualmente a cuatro traductores, además de ser una de las mejor dotadas en el mundo germanoparlamente, es también, junto con las que otorgan el Literarisches Colloquium de Berlín y el Colegio de Traductores de Straelen (Alemania), una de las más prestigiosas en el ámbito profesional de los traductores europeos.


…y sus obras los siguen…

Mario Kamov, escritor, ha basado su exitosa carrera en una farsa: un plagio. Para continuar camuflando su oscilante e inestable talento, sus frecuentes crisis creativas, acepta una plaza universitaria como profesor de Poetología. Con ello pretende mostrar al mundo que es un autor de peso, un escritor que conoce el oficio. Pero uno de sus estudiantes es el hijo de la autora que ha sido alevosamente robada... 

Marlen Schachinger nos presenta con esta novela un trepidante relato sobre la escritura, sobre las vanidades del escritor y sobre los niveles de degradación a que puede llegar un literato cuando sólo persigue la fama, el reconocimiento social, cuando el arte no es sino adorno y medio para conseguir el éxito. 

 

Marlen Schachinger (Braunau am Inn, 1970), es autora de casi una decena de novelas y libros de relatos, y ha sido galardona, por una de sus obras, con el Premio Lise Meitner. Es, asismismo, fundadora y profesora del Institut für Narrative Kunst de Viena.

El fragmento que leerán a continuación lo publicamos con la amable autorización de la editorial Otto Müller, y ha sido tomado de: Schachinger, Marlen, denn ihre werke folgen ihnen nach, Salzburgo, Otto Müller Verlag 2013, pp. 7-10      

 

José Aníbal Campos

 

 

 

I

Abrí el periódico. Entre las noticias culturales, destacado y enmarcado en negro, este pie de foto:

«Ningún tribunal del mundo podría declararme culpable, pero yo soy el responsable de la muerte de Lucas H.». 

 

 

 

II

No, no tengo lo que se dice un problema de escritura. Lo que padezco es una mera desorientación momentánea que se está extendiendo algo más de lo habitual, una breve fase de falta de inspiración, ya que llamarlo de otro modo significaría abrir las puertas al destino, a la fatalidad. Creo en el poder de las palabras; creo que pueden invocar estados que más tarde habrán de presentarse forzosamente, y sí, podría decirse que soy supersticioso, pues conozco bien esa práctica de los actores de escupir tres veces por encima del hombro. 

Estoy buscando un tema que pueda elaborar, abro y cierro páginas de Internet, miro cuadros, fotos, dibujos, pero no encuentro nada que me motive. Tal vez esté buscando, desde hace días, tras la pista equivocada, porque, ¿acaso puede que no me baste ya ningún mero estímulo visual? Me paso, pues, a los cómics, que al menos tienen textos breves, y, como si estuviera revisando galeradas, murmullo los bocadillos en la soledad de la habitación. Eventualmente sería posible empatar tres o cuatro de ellos y crear así una historia muy breve. ¿Por qué no? Sólo que para llenar doscientas cincuenta páginas necesitaría entre setecientos cincuenta y mil setecientos cincuenta cómics, un valor medio, digamos, de mil doscientos cincuenta. Así que, posiblemente, pueda aprovecharse un tercio del texto de varias formas sin que a nadie le llame la atención, ¿no? Valdría la pena intentarlo. Podría llamársele un «tejido intertextual». 

Otro cómic: en éste se ve a tres obispos de pie, con sus barrigas infladas, babeándose, llenos de lujuria, delante de un ordenador. Que no sea una página porno la que les parpadea delante, sino el modelo de una confesión online, no me causa risa: «¡Pobre del que no rece obedientemente su rosario de penitencia, pues será arrasado por infernales virus informáticos!» ¿Dónde está el chiste de eso? ¿O es que estoy demasiado huraño como para reaccionar del modo adecuado? ¿Quién se reiría de algo así? Además, ¿acaso hay de verdad confesiones por Internet?

Tecleo la palabra en el buscador. ¿Quién da la bendición en esta forma de confesarse y cómo? ¿Nos llega la bendición a través del modem? Purificación del alma lograda a base de verbalizar un estado de ánimo que no puede cumplirse, porque apenas dicho ya forma parte del pasado: sé que tengo un bloqueo que me impide escribir, pero prefiero llamarlo de otro modo, y esa falsificación de la verdad es sospechosa, pero me ofrece protección, etcétera, etcétera. ¿Va uno a sentirse mejor después? ¿Quién me dice que tenga que culparla de mi falta de inspiración? Podría inventarme algo apropiado sobre los Diez Mandamientos, robar, mentir, codiciar, a fin de cuentas me arrepiento de mi superstición y de todas sus consecuencias, y la bendición que recibiría tendría que ser demasiado universal… 

Aquí dice que es decisión de Dios dar lo que da y cuándo lo da, que uno solo puede rogar por ello. 

Anotar en lugar de leer en voz alta… ¿Acaso Freud, hoy en día, se contentaría con el correo electrónico para tratar las almas atormentada de sus pacientes? ¿Encierra ello una historia que yo pudiera desarrollar? 

Un ángel pasa volando por la página; su aspecto es bastante kitsch y, por si fuera poco, se oye un retumbar de campanas, como si el tiempo se hubiese detenido desde hace siglos. En una novela, la editorial me marcaría este pasaje, críticamente, como un «cliché». 

Podría probar a ver qué sucede cuando alguien se confiesa de este modo. A fin de cuentas, no tengo otra cosa que hacer. Contarles una historia, a ellos o a él, a un lector solitario, eso no puede ser tan difícil. 

Miro fijamente el campo en el que hay que añadir el mensaje. El blanco rectángulo me mira con reproche. La superficie destinada a añadir la confesión es pequeña. Todo lo que yo tendría que escribir iría desapareciendo de inmediato en la parte superior. Algo tranquilizador. Podría mentir, presentarme como un asesino, un violador, una mujer que ha abortado varias veces. Pero eso implicaría trabajo, tendría que crearle al retrato del personaje un trasfondo biográfico, atribuirle a él o a ella un entorno determinado, y luego, a partir de todo, desarrollar una historia posible; o no, una trama a lo largo de  situaciones verdaderas representaría un menor dispendio de trabajo; no algo «aproximadamente cierto» o «en correspondencia con los hechos», porque, ¿qué es la verdad? 

Jamás habría inventado la historia de un hijo, porque, en ese caso, al describir la figura de la madre, se me cruzaría en el camino la mía propia. Tampoco podría concebir un relato sobre un hermano, porque en ese caso es posible que en él –al principio de manera imperceptible— apareciese mi hermana, y buen día se habría convertido en realidad todo lo que yo había imaginado.  ¡Puede que sea superstición! Pero estoy convencido de que las palabras poseen una fuerza profética, que los acontecimientos se pueden invocar por medio de la palabra.       

Y ésa es, sin duda, la fuente de este bloqueo para escribir que tanto me atormenta: me niego a tratar esto o aquello como tema posible. Imaginaos: escribo sobre un hermano que confiesa que él, a su hermana, la ha… No, ni siquiera me atrevo a pensarlo. Hay una fuerza profética en las palabras, insisto en ello, y jamás podría perdonarme que mi hermana saliera dañada por mi culpa. 

Podría empezar con Markus y con Darian, podría contar acerca de aquella época en que éramos tan jóvenes...